miércoles, 30 de mayo de 2012

El tema de nuestra soberanía monetaria





Por Eduardo Luis Curia.


El concepto de “soberanía monetaria” es muy relevante, en tanto apunta a la capacidad del país para el manejo autónomo –“activo”– de la política monetaria vía la moneda propia, persiguiendo los objetivos básicos de crecimiento y de estabilidad.
Como lo abordamos en varias notas en BAE y en nuestros textos –por ejemplo, en El Modelo de Desarrollo en Argentina (2011), páginas 225 y ss–, la Argentina, a nuestro criterio, si bien detenta una soberanía plena en lo formal, en lo fáctico posee una soberanía monetaria relativa.
En su núcleo duro, este carácter relativo se asocia con la conexión visceral que registra nuestra economía, de cara a su funcionamiento, con una disponibilidad pertinente de divisas o dólares. Por ende, el país se expone a una “sombra” de dolarización, que se tangibiliza en dosis diversas según las circunstancias. En definitiva, la meta política crucial es propender a grados ascendentes de soberanía monetaria, reconciliando los aspectos formales con los fácticos. Pero esto exige una visión realista del asunto para poder encarar respuestas efectivas.
Avanzando hacia las expresiones más específicas de aquella conexión, tenemos: a) la trascendencia de generar, en términos de flujo estructural, un respaldo apropiado de divisas con vistas al buen funcionamiento de la economía, con fuerte crecimiento y atendiendo a las diversas exigencias de divisas que se planteen, b) la marcada exposición a los procesos de salida más o menos tumultuosa de capitales del circuito de nuestra economía, apelando a las divisas como canal de las transferencias involucradas, y c) la alta posibilidad de que se verifique una instancia de sustitución monetaria interna, en cuya virtud el dólar gana espacio reemplazando a la moneda local en lo relativo a las funciones monetarias (ahorro, medio de pago).
Distintos desaguisados que se fueron jalonando a lo largo de nuestra historia económica, incluso de modo acumulativo, han alentado el proceso de dolarización. La hiperinflación que atravesamos hace más de 20 años, por ejemplo, fungió como una instancia culminante.
El desquicio de las variables económicas llevó a una virulenta salida de capitales, con el dólar como vehículo. El mayor ahorro interno jugaba como su antesala. A la postre, nos topamos con un hiperdólar, el que fue más un registro del caos y la recesión que de un crecimiento. De todos modos, la valorización de la divisa era tal que, aun con los precios internos decididamente al alza, convenía “apartar” unos dólares aplicándolos al consumo doméstico. En consecuencia, las divisas actuaban tanto como el factor canalizador del ahorro hacia la fuga de capitales por fuera del circuito de nuestra economía, como un recurso residual dirigido al consumo, gozando de hecho del curso legal interno.
La moneda local “vicaria”. La calamidad de la hiperinflación, con su interacción mórbida entre el desajuste fiscal y el monetario, el aumento de la velocidad del dinero, las crudas presiones inflacionarias y la fuga de capitales, “vació monetariamente” al país. O sea: se hundió la función de la moneda local en sus diversas facetas. La sustitución monetaria se manifestó rudamente.
La convertibilidad sentó el criterio, comprensible en el momento, de articular una moneda local “vicaria”, anclada –por medio de una referencia rigurosa– en una tercera moneda tenida como dura (el dólar, bajo una paridad fija solemne). A lo que se sumó un uso interno extendido del dólar en términos de transacciones vinculadas con bienes de consumo durable e inmuebles y a la operatoria financiera. Empalmando con el segmento expresado en moneda local –pesos–, se perfiló un sistema bimonetario, con intensa presencia de la moneda dura.
Sin embargo, ese uso doméstico extendido del dólar nunca logró –salvo para ilusionismos baratos (como lo fue el multiplicador crediticio interno en dólares)– eludir una inapelable realidad: Argentina, por sí, “no fabrica” dólares. En rigor, el aprovisionamiento de los dólares tangibles se producía a través del intenso apalancamiento en el ahorro externo (endeudamiento), con el obligado y letal correlato del hipodólar. Mientras ese apalancamiento funcionó, también se desplegaba el uso interno del dólar en el frente monetario-financiero. A la vez, cuando el apalancamiento cedió, de la mano del colapso de la convertibilidad, el esquema bimonetario tendió a derrumbarse, y el país afrontó un severo proceso de desmonetización global. Moraleja: entre lo atinente a la generación de los dólares tangibles y lo relativo a los usos dinerarios internos de la divisa, existe una vinculación estrecha.
La soberanía monetaria en perspectiva. Quienes, durante los 90, abordamos en el plano de las ideas la salida ordenada de la convertibilidad, apuntamos a superar esa concepción estrictamente vicaria de la moneda nacional inherente a la convertibilidad. Como decíamos en La Trampa de la Convertibilidad (1999), se trataba de otorgar autonomía –avanzando en su calidad “activa”– a la política monetaria.
En circunstancias de dolarización –siendo, como expresa Conesa, que la recurrencia interna al dólar (por ejemplo, en cuanto al ahorro) promueve la velocidad de circulación del dinero local–, la política monetaria se ve hipotecada. En verdad, existe cierta propensión a combinar un régimen bimonetario con un cambio fijo, pero ello no es forzoso. Véase el caso del Perú: registra una dolarización parcial –alta, aunque declinante–, coincidente con una flotación cambiaria en cuanto a la definición de régimen. En principio, se alega que una flotación cambiaria es garantía de la autonomía monetaria, pero existiendo dolarización, ésta impone retos que obligan a tomar precisos recaudos ad hoc en lo relativo al manejo de las tasas de interés y del tipo de cambio.
En la Argentina, al caer la convertibilidad, surgían dos objetivos primordiales: a) establecer una fórmula alternativa de generación de divisas –las divisas siempre son claves– para bancar un crecimiento acelerado sostenido, y b) avanzar en la mayor autonomía monetaria posible.
En cuanto al factor generador, con el llamado “tipo de cambio competitivo” (de la primera parte larga de la década pasada) –el poderoso interruptor de luz, como señala Bresser Pereira, que, de manera básica, permite conectarse con el flujo comercial internacional, instigando exportaciones y disuadiendo importaciones–, aquél se cumplimentó acabadamente. Se dio un crecimiento acelerado sostenido que comulgó con la abundancia relativa de divisas y robustos superávits externos.
Concomitantemente, la política monetaria ganó espacios de autonomía, empalmando con un régimen de flotación administrada, el que, de todos modos, amerita un análisis detallado. Hubo, junto con otros hitos, una importante desdolarización del sistema y del funcionamiento bancario. No obstante, el ahorro y varias operatorias ligadas al consumo durable y a inmuebles, persistieron en el uso del dólar. Tampoco prosperó un segmento relevante de crédito bancario en pesos de largo plazo, algo que, entre otras cosas, remite a la importante cuestión, aún no dilucidada, de la “moneda local de valor constante en el largo plazo”, que enfocamos con Aldo Ferrer en un trabajo de 2006.
Si se pretendiera profundizar la desdolarización o pesificación, ¿resultarían al efecto las “prohibiciones” de operación? Creemos que ellas constituyen una parte de la ecuación, pero no toda. En gran medida, se halla involucrada como requisito un proceso de sedimentación en el tiempo de una macro robusta –por de pronto, en materia de las variables fiscal y monetaria, y de la conducta inflacionaria– que aliente la des-sustitución monetaria” (pesificación). Las prohibiciones, desgajadas de un tal proceso, corren el riesgo de irrogar entorpecimientos ponderables, “de más”, en términos de actividad económica.
De cualquier manera, repárese que cualquier intento de ampliar en sus facetas la soberanía monetaria –ésta, en lo fáctico, se halla en construcción– debe, si se quiere definir un funcionamiento cabal de nuestra economía, partir del aseguramiento de un adecuado aflujo de divisas de alcance estructural, rebasando lo coyuntural. En lo básico, la economía argentina, para funcionar bien, requiere vitalmente de dólares, pero, ¡no los emite! La propia posibilidad de más desdolarización doméstica –la que no deja de ser trabajosa– está muy atada a la efectivización de ese aflujo estructural de dólares.
Fuente: BAE
 

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